En la comicidad, el ahorro de gasto anímico está relacionado con la forma como nos representamos a nosotros mismos y la comparación que realizamos con otra persona. Esta representación puede darse en el aspecto físico o en el aspecto conductual. Si al hacer esa comparación la otra persona queda reducida a parecer una cosa o a actuar como un muñeco (igual que en las leyes de la comicidad de Bergson) entonces experimentamos una superioridad que nos complace, es decir, que nos produce placer.
Podríamos entonces decir que reímos de una diferencia de gasto entre la persona objeto y nosotros, siempre que en la primera hallamos al niño. Así la comparación de la que nace la comicidad sería la siguiente: «Así lo hace ése− Yo lo hago de otra manera− Ése lo hace cómo yo lo he hecho de niño».
La risa surgirá de la comparación entre el yo del adulto y el yo considerado como niño. En esta comparación tanto el exceso como el defecto de gasto anímico de la otra persona nos resultan cómicos, y este disfrute de nuestra superioridad está relacionado con las condiciones de nuestra niñez, en la que podíamos señalar tales debilidades de las personas sin ningún tapujo. La actuación de alguien disparatado y torpe, por ejemplo, puede revelarnos un exceso de gasto anímico, mientras que las acciones y gestos de una persona tímida nos revelarían una falta de habilidad que asociamos con un defecto de gasto anímico.
Como puede verse, mientras en el chiste el mecanismo de la producción de placer exige la participación de tres personas, en las situaciones cómicas sólo se requieren dos. Y, por otra parte, mientras que el chiste debe ser elaborado (por medio de juegos de palabras, asociaciones de ideas, etc.) lo cómico lo descubrimos, nos encontramos con ello y lo disfrutamos incluso sin tener que comunicarlo a una tercera persona.
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