martes, 23 de septiembre de 2025

El dibujo como propuesta novedosa

El futuro todavía no está escrito, ¿pero puede ser dibujado?  

La previsión construye un futuro a imagen del pasado mientras que la prospectiva apuesta por un futuro decididamente diferente del pasado. La prospectiva no contempla el futuro en la única prolongación del pasado, porque el futuro está abierto ante la vista de múltiples actores que actúan hoy en función de sus proyectos futuros. En esta entrada del blog trazamos un esbozo de lo que esto implica para un creador de imágenes, como las que surgen de la práctica del retrato caricaturesco.


Desde que el dibujo fue adoptado en la cultura clásica del Renacimiento como uno de los rasgos esenciales del diseño, la práctica de ambas disciplinas hace causa común en el  concepto del designio: el disegno como propósito o proyección manifiesta que apunta a una realidad todavía en gestación. En El dibujo como invención, Lino Cabezas hace notar que el dibujo se consolida desde su invención como un poderoso instrumento para «concebir una realidad diferente sin que para ello sea necesario verla realizada».


También para Ludwig Wittgenstein, en su celebre Tractatus, la creación de una imagen es una hipótesis de mundo. Esta condición de ser hipótesis o conjetura sobre el mundo esta estrechamente ligada al lenguaje, que es en sí mismo una manera de crear imágenes. El lenguaje nos permite emitir juicios sobre la realidad, pero también realizar propuestas significativas capaces de representaciones de estados de cosas en un espacio lógico. Con las palabras no solo emitimos conocimientos previos, sino que, principalmente, anticipamos nuestra manera de actuar en el mundo.


De manera que el juego exploratorio de los rasgos fisonómicos de una persona puede ser visto como un modelo de mundo, como una hipótesis prospectiva con implicaciones estéticas. El acto de dibujo que lleva a la realización del retrato caricaturesco, visto así, tiene las implicaciones de un futuro deseado: algo no necesario, ni exento de azar, puesto que parte de la voluntad y la intención del artista, y va tomando forma a partir de un boceto. Una exploración que se desarrolla un poco a tientas, pero, en todo caso, sin una ruta totalmente prefijada. 


En el fondo de toda discusión sobre lo que se implica cognitivamente en la predicción de acontecimientos futuros encontramos siempre esa disputa entre necesidad y azar o, para hablar en términos actuales, entre determinismo y probabilismo. Un universo regido por leyes determinísticas conduciría a una existencia cerrada y linealmente predecible (e ineludible), mientras que un universo no determinístico permitiría múltiples bifurcaciones, tal como lo expone el científico Ilya Prigogine.


Ilya Prigogine, premio Nobel de Química en 1977 y autor del concepto del concepto del Efecto Mariposa, nos habla de un universo donde cada instante es portador de novedad, es decir, de un tiempo y de fenómenos irreversibles. Este universo no es determinista sino «probabilista», cuando no «posibilista», y esta concepción es más cercana, en definitiva, a nuestra condición humana. Los casos en que las descripciones deterministas son absolutamente pertinentes no serían pues sino casos particulares. Lo cual nos llevaría a admitir que las mismas causas no producen siempre los mismos efectos.


La consideración sobre si la condición humana ha de ser concebida como cerrada o como abierta nos lleva a Hannah Arendt, para quien el futuro, por definición, es lo incierto, y para quien la acción es la revelación del hombre como agente de sus propias decisiones. «El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable».


Con el despliegue de su discurso e iniciativa en el escenario de la vida en común, cada hombre revela su identidad por medio de la acción. Es esta la que lo sitúa por encima de las limitaciones repetitivas de la labor (la supervivencia, la reproducción biológica) y del desgaste utilitario de lo que produce de manera redundante con sus propios recursos. La acción es privativa del hombre, y sólo ésta depende por entero de la constante presencia de los demás.


Esto es de enorme importancia para la reflexión del diseñador de imágenes porque el tema central de Hannah Arendt en su idea de la condición humana es lo que hacemos mas allá de la supervivencia individual y que afecta la vida en colectivo. La acción y el discurso en cuanto manifestaciones del zoon politikon llevan a lo inesperado, y en cada nacimiento se pone a prueba esta capacidad humana de comenzar algo nuevo. 


Es justamente en su voluntad de renovación estética y comunicativa que el artista visual adquiere esa condición agentiva, desde la gestación misma del mensaje audiovisual, en el acto de crear formas imprevistas. Quizás a escala reducida, en el espacio provisional de su proyecto de diseño, el creador de imágenes gráficas asume esa capacidad de revelar un aspecto desconocido de lo que todos los demás creíamos irrevocablemente conocido. 


Ya lo hemos expresado con referencia al retrato caricaturesco. En palabras de David Perkins, «la caricatura atrae al espectador a afirmar una propuesta novedosa». Principalmente por medio del mecanismo plástico de la exageración la distorsión llevada a sus límites estéticos, ayuda a ese espectador a percibir las características distintivas de algún rasgo que normalmente solía escaparse a su percepción.


Ese descubrimiento la revelación de algo de lo cual el espectador no se había percatado antes tiene un valor epistemológico. Ahora ya sabe algo nuevo del sujeto caricaturizado, algo que le había permanecido oculto. Y lo novedoso no se refiere aquí a un aspecto anecdótico o circunstancial del sujeto, sino a su temperamento o a su manera de ser y de comportarse; algo fundamental de su vida en lo cual se repite y que habitualmente no es fácil de percibir.


Ante el fallecimiento de una persona suele decirse que con ella «desaparece un mundo». Es bastante probable que, después de percatarnos de lo que implica perceptivamente reconocer al otro por sus rasgos identitarios o por la singularidad de su comportamiento, aquello no sea solo una metáfora, o una presunción metafísica, sino algo esencialmente cognitivo.


Nuestro sistema perceptivo invariablemente se siente atraído, y le da prioridad, a lo que le resulta esencialmente novedoso. 

martes, 2 de septiembre de 2025

¿De qué hablan los caricaturistas mientras dibujan?

En otra entrada citamos a un teólogo que escribió sobre la fenomenología de la percepción en una época temprana (siglo XVIII): el abad francés Étienne Bonnot de Condillac. Ahora evocamos otro caso de un teólogo que hizo su contribución pionera a una incipiente teoría del arte. En su indagación sobre los orígenes de la estética moderna, Wladiyslaw Tatarkiewicz nos remonta a la primera mitad del siglo XV para señalar al autor que hace de puente entre lo gótico y el renacimiento: Nicolas de Cusa.


Según Tatarkiewicz, a Nicolás de Cusa le llamó la atención el hecho de que el mundo en que vive el hombre es una creación de la naturaleza y del arte, y no hay nada en él que sea exclusivamente naturaleza, ni nada que sea exclusivamente arte. Las cosas que producimos con arte, o sea los artificios, no se corresponden con nada en la naturaleza puesto que no son una imitación directa de lo que se encuentra en el medio natural. La artificialidad de las cosas es un hecho sorprendente: las cajas o cucharas deben su materia a la naturaleza, pero la forma la tienen gracias al arte; su forma es, pues, obra del hombre.


A otro filósofo, Sócrates, según se narra en el Crátilo de Platón, también le causó curiosidad la artificialidad; en este caso la artificialidad del lenguaje, puesto que las palabras no son imitación de las cosas de la naturaleza. No existe el lenguaje natural, el lenguaje metafísico (algo con una existencia real, fuera de la mente de los que hablan), y por esa razón cada lengua tiene una palabra diferente para el mismo objeto.


Pero esa misma artificialidad del lenguaje comporta también una cierta arbitrariedad, porque las palabras para designar una cosa podemos cambiarlas incluso sin salir del mismo idioma. Por eso existen la sinonimia, las metáforas, la polisemia, la metonimia y, en general, hablando solo del chiste, los juegos de palabras y todo aquello que comporta el “doble sentido".


Los comunicadores visuales saben muy bien de esto. Para lograr un cierto nivel de exactitud en la comunicación, la imagen requiere de un texto que lo precise o lo ratifique. La imagen sola puede significar muchas cosas dependiendo del observador. Y en la comunicación cotidiana sucede algo similar. Cuando alguien le pide a otro que sea claro con un mensaje, le pregunta “a qué se refiere”, o pide un ejemplo concreto.


Esa condición de ser un sistema abierto, de dar lugar a la ambigüedad, de requerir un ancla contextual para precisar el significado, es al mismo tiempo el enorme valor creativo del lenguaje: hace posible otras interpretaciones, da lugar a realidades alternativas, permite pensar en cosas “posibles” por oposición a las cosas presentes tangibles. El discurrir con palabras nos abre la mente a lo posible, nos libera de un universo determinista y nos permite acceder a un universo probabilístico. 


Siendo el lenguaje una herramienta tan poderosa para imaginar lo probable, lo que puede llegar a ser, y siendo que la palabra también es un artificio para generar imágenes ¿cómo no es viable pensar que el lenguaje sea parte del acto de dibujar esa cosa probable, de llegar a un boceto para intentar describir lo que todavía no existe, lo que tan solo es una ficción o una fantasía? 


Lo que buscamos aquí es un nexo entre el acto de dibujar y el lenguaje. El dibujante sabe que la imagen que construye para representar una cosa, como sucede con la palabra, no es la única forma de representar esa cosa. Y esa es una característica de todas las cosas artificiales: no agotan la función a la que sirven. Todo artificio es mudable, contextual, y tiene una historia. Si el único modelo de silla fuera el de ésta en la que estoy sentado, no existirían todas esas versiones de silla que se muestran en los catálogos y en los compendios de historia del diseño de muebles.


El hecho de que ahora podamos dictarle a un programa informático la imagen que deseamos para transmitir un mensaje gráfico reactiva nuestro interés investigativo. Estos avances tecnológicos son los que nos llevan a reiterar la pregunta por el papel del lenguaje verbal en el arte del dibujo manual. ¿El cerebro, o el sistema visual, le dicta a la mano lo que debe dibujar? Si es así, ¿cómo lo hace? ¿Las instrucciones dictadas por la vía neural son algo tan impreciso y caótico como un garabato o un boceto muy vago? ¿Se puede dictar, es decir describir en palabras, algo que todavía no tengo claro qué es, o cómo debe ser? 


Es muy probable que esto tenga que ver con la memoria. Habría que ver cómo guarda nuestro sistema perceptivo la imagen del rostro observado. ¿El rostro observado y el rostro imaginado se guardan como imágenes pictóricas del mismo tipo? De ser así, ¿donde habría lugar para guardar una imagen de todas los rostros y de todas las cosas que observamos minuto a minuto y día tras día? Y eso sin contar con las imágenes soñadas. Los expertos en el tema de la percepción tienen un debate al respecto. Los pictorialistas sostienen que almacenamos esa información como imágenes pictóricas; los descripcionistas dicen que como instrucciones de un programa informático, algo más parecido a trabajar con palabras que con representaciones pictóricas. 


Si los descripcionistas tienen razón, debería haber un nexo inevitable entre lo que dibujo y lo que pienso por medio del lenguaje verbal mientras dibujo; la “elocución interna” sería entonces apropiada para describir la creación pictórica y no sólo la literaria. También es posible que el gesto imitativo del que ya hablamos a propósito de la Hipótesis de la Empatía de Gombrich constituya ese eslabón entre expresión verbal y gesto gráfico: totalmente inmerso en lo instintivo y en lo corporal, sería nuestra respuesta cinestésica a las formas en las que enfocamos nuestra atención. Esto es debido a que el cuerpo, como totalidad expresiva, responde con movimiento al movimiento, y toda forma es interpretada como manifestación de un movimiento.   


Si bien el dibujante no puede “hacer cosas solo con palabras, por lo menos puede poner de acuerdo la visión y el tacto y hacer que la mano trabaje con el ojo, como dice Richard Sennett, “para mirar hacia adelante físicamente, para anticipar y, así, mantener la concentración, si bien el lenguaje no es una herramienta adecuada para dar cuenta de los movimientos físicos del cuerpo humano. Pues, cuando la cabeza y la mano se separan, la que sufre es la cabeza”.


Esta pregunta es la tarea pendiente desde el inicio de nuestra investigación: ¿De qué hablan los caricaturistas mientras dibujan? ¿Hay un monólogo en el que las palabras no pronunciadas anticipan sus trazos sobre el papel? O, por el contrario, las palabras estorban un proceso que es de naturaleza puramente visual, y eso explicaría el mutismo del artista que solo habla de su trabajo, si es que lo hace, después de concluirlo.


Para un sociólogo como Richard Sennett, cabe aquí una distinción entre el artista y e artesano: el artesano “mantiene discusiones mentales con los materiales mucho más que con otras personas; pero no cabe duda de que las personas que trabajan juntas hablan entre sí sobre lo que hacen. Una buena razón para celebrar los encuentros entre caricaturistas y sus manifestaciones colectivas, en una época en la que predomina el sonambulismo tecnológico.


martes, 26 de agosto de 2025

Variaciones eidéticas al tema de la distorsión

Una de las dificultades a vencer en el dibujo de caricatura es la resistencia figurativa a la distorsión. Probablemente fuimos formados desde chicos en la idea de que el dibujo correcto es aquel en el que la imagen pintada imita al modelo a la vista siguiendo una concordancia visual de formas y colores. Los años de escolaridad ayudarán a asumir esa exigencia del parecido realista como prueba máxima de habilidad artística.


Ese requisito de verosimilitud es difícil de vencer. Al crecer, cuando ya hemos adquirido una cierta destreza para la imitación realista, vemos los imprecisos garabatos de la niñez como etapa superada. Hasta que, ya de adultos, nos damos cuenta de que la pretensión realista es algo ilusoria, y de que el dibujo realmente creativo es mucho más que “copiar lo que se ve”. Y entonces, como una gran ironía de la vida, añoramos la frescura y la espontaneidad de aquellos “mamarrachos” de la niñez, entre otras cosas porque reflejaban mejor nuestra idiosincrasia que los dibujos convencionales de la adultez.  

El enfoque fenomenológico del dibujo de observación que proponemos en esta segunda entrada dedicada al tema, tiene como eje conductor la demanda de suspender el juicio crítico, y dejar por un momento, entre paréntesis, los supuestos y las verdades ya sabidas que se han vuelto hábito en nuestra práctica del dibujo. La resistencia a la distorsión es uno de estos juicios previos. Resistencia a la distorsión, u horror a la deformación, es lo que nos impulsa a corregir el dibujo en desarrollo, a veces de manera compulsiva, y todo para apagar esa vocecita testaruda que nos repite que “lo estás haciendo mal".     

El enfoque fenomenológico propone una estrategia para salir de este bloqueo mental: las variaciones eidéticas. Nos invita a volver a la práctica de dibujo para observar atentamente cada paso con miras a encontrar variantes claves. De lo que se trata es de encontrar modificaciones que sutilmente nos vuelvan a encaminar en el placer de desdibujar, y para que el dibujo ya terminado (el “arte final”) no traicione la espontaneidad y la vitalidad de ese primer garabato que nos devuelve a la inocencia estética de la niñez. 

Esa flexibilidad la tiene de suyo el dibujo de observación, puesto que no se trata  propiamente de una técnica con una serie de pasos específicos, sino una estrategia abierta a la experimentación que permite variaciones en lo que respecta al espacio (la distancia con respecto al modelo), el tiempo (la frecuencia de las miradas) y la velocidad del trazo.

Los filósofos Shaun Gallagher y Dan Zahavi aclaran que, cuando el método fenomenológico sugiere observarnos cuidadosamente en la experiencia del encuentro cara a cara con el otro, esta observación no se refiere a un registro cuidadoso como el que haría un investigador científico, con mediciones precisas y un modelo matemático de por medio. Esto no está descartado en una investigación sobre la práctica del dibujo, pero no es a lo que apunta la fenomenología. 

La fenomenología trata de comprender en qué medida nuestra experiencia del entorno observado, nuestra experiencia del yo y nuestra experiencia de los demás están formadas e influidas por la corporalidad. Cuando dibujo, soy ante todo un cuerpo que dibuja. Lo sugiere Maurice Merleau-Ponty, aunque con otras palabras, cuando expone el concepto del esquema corporal: en la práctica del dibujo de retrato, somos cuerpos que dibujan a otros cuerpos.

Y ese cuerpo que dibuja está sujeto a condiciones específicas que podrían ser consideradas como limitantes, pero limitantes gracias a las cuales el resultado de cada práctica conduce a una obra gráfica singular. Al final de cada sesión, éste será mi dibujo, y aquel será tu dibujo, y estos nuestros dibujos particulares muy probablemente serán diferentes de los dibujos realizados en la sesión anterior, incluso si hemos trabajado con el mismo modelo. 

Lo que posibilita esa singularidad de la experiencia de dibujo es el carácter selectivo de la percepción visual, puesto que no todo lo que cubre el campo visual es foco de atención, y porque nunca vemos un objeto completo de una vez. Y para hacer mucho más rica y variada la experiencia del dibujo de observación, están los detalles de la proximidad física a lo dibujado, y la frecuencia de las miradas del dibujante.  

También está la estrategia de dibujar a alguien tratando de pasar inadvertido mientras el modelo se encuentra absorto en alguna actividad. Esta es una estrategia sugerida por Rose Montgomery-Wicher, y que el artista Fabio Botero prefirió a mediados del siglo XX para retratar a una buena cantidad de sus paisanos en Calarcá, en el departamento del Quindío. Dibujar al otro sin ser visto evita la tensión del encuentro cara a cara con el desconocido, y revela la personalidad del sujeto de manera natural.     

Así que en un extremo de la variable de la proximidad está la lejanía, que en ese caso se convierte en anonimato, o invisibilidad; y en el otro extremo está la cercanía, la que se da en una sesión típica de caricatura en vivo, o en el apunte casual en el encuentro cara a cara con el vecino (en esa cercanía, a propósito, se da el gesto imitativo de la hipótesis de la empatía de Gombrich). Pero si además de la variable espacial juego con la frecuencia de las miradas (la variable temporal), pasa algo que afecta apreciablemente el grado de distorsión del retrato que va en desarrollo. 

¿Qué tanto miro al modelo, y qué tanto me concentro en la operación misma de trazar sobre el papel? ¿Cómo el acercarme o alejarme del modelo afecta esta interacción? Si miro pocas veces el sujeto, tendría que hacer uso de la memoria de trabajo, lo que implica apelar a la memoria de corto plazo, según dicen los neurólogos. Al desviar la vista del sujeto y concentrarme en el papel, ya no tengo el foco de atención puesto en él (ella), de manera que los trazos sobre el papel dependen de ese recuerdo inmediato; sin embargo, ese recuerdo es fugaz, y tendría que volver a mirar una y otra vez, hasta darme por satisfecho con lo dibujado en un momento determinado.

Si evito mirar repetidamente al sujeto y decido depender más de mi memoria (y puesto que no soy un savant, ni tengo un implante retinal computarizado que grabe imágenes instantáneas, ni poseo la capacidad de la memoria eidética), corro el riesgo de  ser impreciso y en algún momento tendría que empezar a improvisar o a inventar. Se podría decir que pierdo en precisión, pero gano en invención, porque me aparto del modelo y comienzo de algún modo a obtener su retrato distorsionado; vale decir, una versión deformada del retrato del individuo. Y cuanto más me quito de encima la obsesión por la forma correcta, me puedo dedicar con mayor desenvoltura al boceto. El requisito de verosimilitud y las fórmulas aprendidas tendrán que esperar.

La experiencia de dibujo con estas variaciones proxémicas produce resultados interesantes. Si me ubico justo delante del sujeto y levanto la tabla con el papel para que la mirada quede a su misma altura, con una pequeña diferencia de espacio que me permita mirar el modelo y dibujar al mismo tiempo, sucede algo inesperado: casi no tengo necesidad de dibujar de memoria. Pero si sostengo el enfoque de la mirada en el sujeto y no dejo de dibujar, ya sin el control del ojo lo que traza mi mano es una representación deformada, casi como una figura anamórfica. Me sorprende ver que ese leve desfase es justamente el origen de una deformación válida para mis propósitos; hay una cierta plasticidad en ese dibujo de la cara, como si esta fuera de goma y se dejara estirar sin perder su configuración fisonómica, los rasgos conservan su mismo lugar entre ellos pero la forma gestual es llevada a su límite.

Lo que he logrado con este distanciamiento es vencer ese “miedo a la distorsión” mencionado al principio. Quiero, aunque con cierta resistencia  de la mente racional, que el boceto me de una versión exagerada y singular del dibujo en la que todavía se pueda reconocer al personaje. No quiero reducir el dibujo a un registro punto por punto de la información que llega a la retina, sino que el boceto, en tanto que estrategia de invención, me sirva como aproximación paulatina a algo que todavía no existe y que es el retrato distorsionado del sujeto.   

Además, me doy cuenta de que, si hago garabatos, el trazo es más fluido y obediente a la ocurrencia inmediata; la velocidad aquí no es para ganar tiempo, sino para aterrizar esos chispazos repentinos que deben ser “capturados al vuelo”. De vez en cuando hay una ocurrencia que me parece valiosa, pero esto no es como rebobinar la cinta para dar otro vistazo, y sé que si no agarro esa idea repentina la perderé irremisiblemente. Entonces, puesto que no es un fenómeno reversible, sé que si lo dejo escapar no lo tendré de nuevo. 

El logro obtenido me complace y repito la operación con algunas variantes de la distancia y la frecuencia de las miradas al modelo. El efecto es que difícilmente se repite el mismo dibujo en una sesión diferente. Lo que inicié como una observación minuciosa y una aplicación del principio de la “epojé” fenomenológica (la suspensión del juicio crítico, el paréntesis del saber previo) se ha convertido en un experimento imprevisto. En el límite de este tanteo proxémico que consiste en alejarse del modelo y reducir la frecuencia de las miradas de verificación, compruebo que el parecido fisonómico se reduce, aunque logro mantener una cierta equivalencia figurativa entre lo que obtengo y los rasgos fisonómicos del personaje.

Por todos estos motivos, al investigador de la práctica de dibujo no le sirve de mucho grabar una sesión  como esta en un dispositivo tecnológico: gran parte de las acciones del dibujante son invisibles al ojo del observador externo; y aunque se le pidiera racionalizar el proceso, el lenguaje verbal sería poco fiable para dar cuenta de una exploración que en gran parte se sumerge en una fantasía inconsciente.

Cuando el modelo ya no está presente, incluso tratándose de una persona conocida, el logro del parecido es casi que imposible y la memoria de largo plazo no ayuda; sé que tendría que apelar al archivo fotográfico para afinar el proceso, pero entonces ya no estaría describiendo el fenómeno del dibujo de observación sino otro tipo de estrategia.

Esto es lo que puedo lograr gracias a la puesta en práctica de la estrategia de las variaciones eidéticas basadas en la proxemia. Pero además de la variable proxémica existen otras estrategias de distorsión-exageración que enriquecen la experiencia de dibujo conducida a la caricatura: las basadas en la exploración profunda (las asociaciones libres), las que exploran las cualidades ópticas del entorno  (figuras anamórficas), las técnicas que Anton Ehrenzweig denomina de la exploración sincrética, y las que se circunscriben a la práctica del grafista por sus cualidades morfológicas. 

La otra variable, la que explota la velocidad del trazo, es la que da de si el boceto cuando en estado naciente es todavía un garabato. El garabato, el apunte casual, el gesto gráfico espontáneo, el aprovechamiento del encuentro accidental, todo aquello que vive potencialmente en ese espacio marginal de la vida cotidiana al que Ernst Gombrich llamó “los placeres del aburrimiento”.


viernes, 8 de agosto de 2025

La caricatura como experiencia de observación

La fenomenología del dibujo de observación ya tiene sus investigadores. En esta entrada del blog realizamos una primera exploración de lo que podría ser una fenomenología del dibujo de caricatura fisonómica basada en la observación directa del modelo. Experimentar el acto de dibujar como si fuera la primera vez que se realiza, pero, adicionalmente, como si el artista se observara a sí mismo en esta tarea.     


Sin una atención enfocada no habría conciencia plena de las cosas, no nos fijaríamos en los detalles que hacen un rostro diferente de otro. Este es un hecho clave en el dibujo de caricatura, pero, según el teórico de la música y las artes visuales Anton Ehrenzweig, la mente del artista creativo se mueve entre el  pensamiento racional consciente y el pensamiento desenfocado, inestructurado, que es más flexible, más fértil y profundo. 


Esto hay que matizarlo con un hecho cotidiano: en mi experiencia personal me doy cuenta de que, por ejemplo, puedo leer un texto sin estar plenamente consciente de lo que leo; cuando vuelvo a leer el mismo pasaje con atención, me sorprende darme cuenta de lo que me estaba perdiendo. Se puede leer en “modo automático”, como cuando conduzco un vehículo y no estoy al tanto de un modo preciso en los diferentes movimientos que realizo para conducir el vehículo. En vista de casos como estos, llego a la conclusión de que hay un modo intensivo de la conciencia que es superlativo: cuanto más interesado estoy en algo, mayor conciencia tengo de su despliegue. Cuanto mayor está en juego mi existencia, tanto física como mental, más consciente soy de lo que sucede. 


Tratar de entender a cabalidad qué es lo esencial en la experiencia de dibujar plantea un reto cognitivo similar, pues en esta práctica despliego muchas acciones de modo automático, pero se trata de hábitos que a veces debo replantear. Cuando el resultado no es exitoso, pongamos por caso, me siento obligado a pensar por qué ejecuto esas acciones y si no podría hacerse de otro modo. Es por eso que los fenomenólogos hablan de la necesidad de hacer un paréntesis en medio de la acción para acceder a la experiencia pura de aquello que trato de entender. Esa pausa es la epojé, “una suspensión del juicio previo para acceder a la experiencia pura del fenómeno, tal como se presenta a la conciencia”.


Poner en pausa la validez de sus creencias y conocimientos previos puede ser desalentador para quien ha invertido años de su vida en la formación académica. ¿Qué hacer entonces con las estrategias y los esquemas aprendidos? Hay fisonomías personales que se pueden resolver en el dibujo con esos esquemas de cartilla, pero también están las caras que ofrecen una gran resistencia a la síntesis caricaturesca. Hay, de hecho, esquemas aprendidos sobre muchas cosas, y cuya ejecución no ofrece resistencia; no representan una dificultad manifiesta, y por esa razón los preferimos. 


Pero tanto el esquema como la fórmula aprendida caen muy pronto en desuso porque el artista quiere exigirse mucho más, o porque su público demanda una mayor originalidad en su trabajo. Como sea, el caricaturista decide volver al lugar natural del artista visual, es decir, al dibujo de observación, ámbito en el que recupera el contacto directo con el fenómeno vital que trata de capturar. 


El dibujo de observación puede ser definido como una práctica en la que se suceden el saber convencional y la exploración desenfocada e intuitiva de la que hablaba Ehrenzweig, y también como una manera de “ver con atención y asombro”. Son palabras de Rose Montgomery-Wicher, quien ha estudiado esta práctica artística por años, y para quien dibujar e investigar son actividades con mucho en común pues nos mueven a “ver de nuevo”, a no dar por sabido, y a aprender a confiar en nuestros sentidos.       


En la descripción de la experiencia de dibujar nos vemos a nosotros mismos cuando observamos el mundo, y esta descripción en la perspectiva de primera persona es clave en el método de la  fenomenología. Me doy cuenta de lo intencional de mi acto de conciencia (esto es lo noético), y de la necesidad de permitir que el fenómeno me revele lo que es esencial de esa experiencia (esto es lo noemático). 


Estas nociones son tan importantes como el concepto de las variaciones eidéticas: puedo imaginar las variaciones posibles del acto de dibujar, tratando de identificar los factores invariantes o indispensables (esenciales) de ese acto de dibujar. ¿Hasta qué punto puedo modificar esos esquemas aprendidos y explorar sus variaciones sin que la experiencia deje de ser de dibujo? ¿Si, por ejemplo, trazo con los pies o la boca, y no con la mano, esto es todavía dibujar? Maurice Merleau-Ponty, el fenomenólogo de la percepción, diría que sí, porque dibujamos con el cuerpo, y no de manera excluyente con la mano. Los teóricos de la mente corporizada y los estudiosos de la percepción háptica lo respaldarían.


Bien. Y, si le dicto la imagen a una aplicación informática, ¿todavía estoy dibujando?

lunes, 21 de julio de 2025

El parecido y el reconocimiento en el retrato caricaturesco

Desde el momento en que la caricatura y el humor adquirieron el derecho a ser considerados tema digno de atención para la investigación científica, se vio la necesidad de definir con la mayor claridad posible la terminología relacionada con su campo semántico. Los grandes paradigmas en este tipo de estudios  ̶ Baudelaire, Bergson, Freud, Plessner, Stern, Koestler, Gombrich, Morreall, Provine, Villegas ̶  avanzaron enormemente en este propósito, pero entre tanto que los resultados de estos trabajos se tomen el lenguaje llano, el uso de una palabra como “caricatura” sigue siendo vago e impreciso.

Como lo explicó en su momento Carlos Villegas, el término “caricaturizar” equivale a “acentuar” o “recargar”. El mismo Villegas reconoció que esta definición preliminar es quizá esclarecedora etimológicamente, pero demasiado amplia, y que, de hecho, la cualidad que implica puede extenderse tanto como se quiera a muchas actividades aparte de la representación de una fisonomía personal. Se puede calificar como “caricaturesca” una situación, una manera de actuar, una pieza literaria, una forma de bailar, o una ejecución musical, sin que se estén implicando necesariamente los rasgos físicos de un ser humano específico. Justamente con el propósito de evitar cualquier ambigüedad, en este blog empleamos el concepto “caricatura fisonómica” o “retrato caricaturesco” para referirnos a esa variedad de la caricatura que tiene como objeto la representación plástica de los rasgos identitarios humanos.


Sin embargo, incluso para muchos de los autores que tratan el tema, la caricatura fisonómica es simplemente la “caricatura”, así, a secas. Por lo general, los contextos en los que se hace uso del concepto no requieren de una mayor precisión gramatical; con notables excepciones como la de Villegas, para quien la necesidad de hacer una descripción detallada de los formatos de los que se vale el artista impone el uso de una terminología mucho más precisa, reservando el término Caricatografía para la caricatura representada en forma gráfica. Por la misma razón, tendríamos que hacer ajustes gramaticales similares para referirnos a la caricatura elaborada mediante otras modalidades y sustratos materiales, puesto que el artista también puede expresarse de modo exagerado, o recargado, mediante el uso de su propia voz, el mensaje audiovisual, el personaje tridimensional, el texto escrito, la música, o su propia gestualidad.


En la literatura de habla inglesa sobre dibujo humorístico los términos caricature y cartoon tienen una cierta afinidad que puede prestarse a confusiones. Cuando se quiere establecer la diferencia entre el personaje con rasgos cuya identidad es fundamental para la comprensión del desarrollo narrativo y el personaje que no lo requiere, se utiliza una clasificación bastante sencilla: “caricature” sería el primer caso, y “cartoon” el segundo. Cartoon se refiere al dibujo humorístico en general, mientras que caricature se refiere al retrato en el que se distorsionan los rasgos físicos de una persona o cosa. “Retrato caricaturesco” viene a ser entonces equivalente a “caricature”, un caso específico de “cartoon”.


Así lo hace David Perkins, pedagogo fundador del Proyecto Zero, quien publicó un par de textos enfocados en la antropología de la comunicación visual, y que tienen como tema central el debate por la especificidad del retrato caricaturesco. En el primer texto aspira a lograr una definición confiable de lo que es, y no es, caricatura, mientras que en el segundo aborda lo que demanda mayor interés para el ejecutor del retrato caricaturesco: el logro del parecido. Con esto último, intenta responder la pregunta de Ernst Gombrich por la naturaleza del parecido fisonómico, y la diferencia entre el parecido y la equivalencia, lo cual constituía para el autor de "La máscara y el rostro" un descubrimiento teórico importante

  
Perkins expone como principio que las definiciones, para ser eficaces, deben extenderse más allá de la red de términos que son afines al concepto que se quiere definir. En una indagación preliminar encuentra que, además de los términos afines a "individuación" y "exageración", las palabras más frecuentes en los documentos que se ocupan del retrato caricaturesco son "humor", "idealización", "defectos" y "personalidad", y otros términos sinónimos de estos. Perkins se pregunta si tales términos deben ser parte esencial de la definición que busca, o puede prescindir de ellos; así que se dedica a evaluar cada uno de estos conceptos, y concluye que solo hay dos condiciones necesarias para la caricatura: la exageración (o distorsión) y la individualización.


Para Perkins, los otros ingredientes no son indispensables. Incluso la revelación por parte de un caricaturista de cierta afinidad de los rasgos de un sujeto con un animal o cosa, es un logro frecuente de la caricatura, pero no un requisito para ella. Y después de todo un proceso de destilación semántica y gramatical, llega a esta definición: "Una caricatura es un símbolo que exagera las características individuales de su sujeto". Esta definición le permite establecer una conexión imprescindible entre el retrato obtenido y su interpretación por parte del espectador: una caricatura o un retrato que sea reconocible sin etiquetas ni contexto y que también sea una expresión fiel de la verdadera personalidad del sujeto (no la personalidad superficial que proyecta su rostro) debe considerarse un logro especialmente bueno.


Para Perkins, el proceso cognitivo que implica el reconocimiento en una caricatura no deja de ser un hecho paradójico: por medio de la distorsión de los rasgos el artista se aparta del parecido físico “realista” del modelo, pero es gracias a esa distorsión que lograr el reconocimiento del sujeto. El punto es que la exageración ayuda enormemente a percibir las características distintivas de algo que normalmente se escapa a la percepción. ¿Cómo es que se logra el reconocimiento de una entidad física cuya apariencia ha sido cambiada?


Perkins recoge aquí la propuesta de Gombrich en cuanto a que las imágenes del arte pueden ser más convincentes sin ser objetivamente realistas. Puesto que somos más eficientes reconociendo un rostro que describiéndolo, no es de sorprender que la equivalencia de un retrato distorsionado pueda ser más contundente que el mismo retrato convencional o la fotografía. Si aceptamos esta diferencia entre parecido y equivalencia, desaparece la paradoja del reconocimiento de la caricatura.
 
El caricaturista elige su técnica de exageración no para lograr un parecido convincente, sino para activar un mecanismo de búsqueda perceptivo que es más eficaz con los indicios mínimos que con la coincidencia punto por punto entre el retrato y el rostro real. Tiene la libertad de hacer esto y de perseguir objetivos como la comicidad y la interpretación de la personalidad al mismo tiempo, exactamente porque es muy poco lo que ese sistema de búsqueda le exige. Esto probablemente tiene que ver con un ahorro de recursos mentales, de memoria de trabajo, puesto que un mecanismo de reconocimiento más exigente podría implicar un mayor riesgo para nuestra supervivencia biológica y social.
 
Esta explicación es coherente con el hecho de que varios autores, en diferentes épocas y desde diferentes contextos disciplinarios, han llegado a la conclusión de que una caricatura suele ser más eficaz que un retrato o una fotografía precisos en el ejercicio de reconocer visualmente a una persona. Los sujetos de una prueba reportada por Perkins “recordaban mejor las caricaturas que las caras”. Bergson y Gombrich comentaron también este fenómeno.
 
Las conclusiones de Gombrich-Perkins también ayudan a explicar lo que podríamos llamar el “efecto Pastecca”: el hecho de que diferentes artistas, en diferentes tiempos y contextos, elaboren su propia versión del retrato caricaturesco de un mismo modelo, con el mismo grado de acierto. De hecho, hay personas que coleccionan las caricaturas personales que recogen en diferentes eventos de caricatura en vivo, en lo que el humorista grafico Jarape (Jairo Peláez ) denomina “la vanidoteca personal”.    

lunes, 14 de julio de 2025

La máscara y el rostro

El parecido fisonómico según Ernst Gombrich, autor de Arte e ilusión: la imitación empática como detonante perceptivo de la caricatura.

Antes de un examen riguroso, una fotografía puede parecernos mejor testimonio de la realidad que un dibujo. Sin embargo, a menos que estemos advertidos, y si no disponemos de información adicional, hay casos en los que esto no es así. La foto instantánea de una persona estornudando podría darnos la idea de que esa persona ha sido sacudida por un golpe, y sacamos la conclusión de que la foto es el registro de esa convulsión. De igual manera, la foto de alguien parpadeando podría ser interpretada como gesto de somnolencia. Le damos prioridad al gesto expresivo porque es más significativo que el “simple” movimiento automático de un acto reflejo de la cara. Es una cuestión vital: la acción física es mejor explicación que cualquier especulación sobre la ambigüedad de las imágenes fijas. 


Por la misma razón, la foto de una carcajada, situación en la que los músculos de la cara sufren una distorsión apreciable, podría interpretarse como llanto, o como indicio de un dolor insoportable. Nos preguntamos si la persona se ríe o está llorando. De hecho, de nuestros teléfonos no solo borramos las fotos desenfocadas o mal encuadradas, sino también aquellas en las que no se reconoce a alguien porque fue captado en medio de un gesto “raro”. Si le hacemos caso a Ernst Gombrich, autor de Arte e ilusión, tendríamos que buscar ese parecido convincente en una foto en la que el rostro inmóvil de nuestro amigo aparezca como "el punto nodal de varios movimientos expresivos posibles". 


Esto es lo que Gombrich llama el “adormecimiento de la imagen detenida”. Y esta ambigüedad, esta falta de precisión, no es sólo asunto de la fotografía, o de las imágenes fijas en general; la misma percepción habitual de los rostros es problemática si consideramos lo cambiante que es la configuración facial debido a la gestualidad, y a largo plazo debido al envejecimiento. Nos damos cuenta de este fenómeno cuando tenemos que describir la cara de una persona conocida: somos buenos reconociendo un rostro entre varios, pero no describiendo los detalles individuales. Es la continuidad del trato con una persona lo que nos faculta para el reconocimiento de sus facciones; y no la memoria visual, que es poco fiable para esos detalles.  


Lo que hace más complicada la percepción de la identidad fisonómica, es lo que Gombrich denomina el “efecto de enmascaramiento”: el reconocimiento puede quedar inhibido con relativa facilidad por lo que puede equipararse a una máscara. El maquillaje, la vestimenta, los elementos accesorios para cubrir, decorar, o proteger la cabeza, se convierten en un disfraz que sirve para eclipsar lo que nos disgusta de nuestra apariencia, o para crearnos una segunda identidad. Hace parte de esa máscara el estereotipo que asumimos por nuestro rol social, el papel que nos asigna la sociedad y que adoptamos por conveniencia. 


El dibujante de retratos por lo general está atento a los efectos de estas ambigüedades en su producción artística. Sabe de las confusiones propias de la percepción visual, los fallos perceptivos, las ilusiones ópticas y las figuras reversibles, y conoce de primera mano lo susceptible que es el dibujo de un rostro a cualquier alteración de este orden. Sabe que la ubicación de los rasgos dentro del marco general de la cara, así como las distancias relativas entre ellos es notoriamente decisoria en la expresión final resultante. Si algo le preocupa de su trabajo es que se trata de la representación de sujetos humanos para ser vistos y evaluados por otros sujetos humanos. Y es precisamente el hecho de que habitualmente nuestro trato con los demás esté enfocado en el rostro lo que hace que estos detalles adquieran tanta importancia.  


La pregunta que formula Ernst Gombrich en su investigación sobre la caricatura es entonces la misma que se hace el artista del retrato a manera de reflexión: ¿hay algún elemento o rasgo constante en la  fisonomía del individuo?, ¿cómo logramos captar el parecido a pesar de esta mutabilidad en la  configuración de las facciones personales? Y, puesto que los expertos en percepción visual hablan de la “constancia de la forma”, ¿no podríamos hablar también de una “constancia fisonómica”, puesto que la experiencia del día a día nos proporciona la evidencia de su existencia? Porque los seres humanos nacemos con la facultad para identificar a otros individuos por su cara, excepto por casos de trastorno cognitivo como la prosopagnosia.  


Quienes practican el arte de la imitación expresiva, como es el caso del caricaturista, sacan provecho de esta facultad innata. Pero en muchos casos transformar esta destreza imitativa en una representación plástica requiere de algo más auténtico que la aplicación de un esquema aprendido. Para Gombrich, el hecho de poder imitar una expresión fisonómica depende de nuestra reacción muscular a la percepción muscular de las formas: la comprensión del movimiento facial de las demás personas nos viene en parte de la experiencia de nuestra propia gestualidad. No solo la percepción de la música nos hace bailar interiormente, sino también la percepción de las formas. Esto que podríamos llamar la hipótesis de la empatía lo que quiere decir en el fondo es que nuestra reacción frente a nuestros semejantes está estrechamente vinculada con nuestra propia imagen corporal. 


El gesto empático, según Gombrich, describe mejor que los conceptos geométricos una configuración fisonómica, porque la imitación muscular es el modo expresivo de nuestra interioridad, y no hay un lenguaje preciso para describir adecuadamente nuestro mundo interno. Además, el papel de nuestra reacción física ante las formas puede explicar el aspecto más notable de la caricatura, que es su tendencia a la distorsión y la exageración. Así que cuando se nos pide ir en el retrato mas allá de la máscara superficial, o se nos impide apelar a los esquemas y las fórmulas aprendidas, cuando un análisis somero solo conduce al retrato convencional “fotográfico”, la experiencia muscular de las caras de otros es el modo original, singular, de abordar el retrato caricaturesco.


Lo anticipó Henri Bergson en su libro sobre la risa cuando afirmó que “una forma es la expresión de un movimiento”. Y lo respaldó mucho más recientemente el médico neurólogo Antonio Damasio cuando repentinamente se descubrió a sí mismo imitando la forma de moverse de un colega ausente. Dicho con sus propias palabras:


Las imágenes visuales que había formado eran incitadas ╾o mejor aún, modeladas╾ por la imagen de mis propios músculos y huesos adoptando las pautas de movimiento características de mi colega B. En suma, acababa de andar precisamente como lo hacía el doctor B; me había representado mi esqueleto en movimiento en mi propia mente (dicho técnicamente, había generado una imagen somatosensorial) y, por último, había recordado un equivalente visual apropiado de esa imagen musculoesquelética particular, que resultó ser la de mi colega B.


Retomamos aquí a Carlos Villegas, quien remitió a las lecciones de su maestro Arlés Herrera (el Maestro Calarcá) cuando discutimos la pertinencia del gesto imitativo en la práctica del dibujo de retrato. Para el Maestro Calarcá, la idea de caricaturizar se manifiesta ante todo como una intención: existe ante todo una voluntad imitativa que se manifiesta como gestualidad corporal en el artista para después expresarse plásticamente por alguno de los medios descritos anteriormente. El gesto, que surge como respuesta cinestésica ante la percepción de la fisonomía del modelo, precede y anticipa su ulterior materialización en un medio exterior. 


Quienes seguimos el proceso, observamos la caricatura como resultado de una elaboración plástica, y también podemos tocarla u oírla, pero la idea ya está potencialmente en el esquema corporal del artista como totalidad sensorial antes de ser plasmada en un sustrato material. La caricatura vive ya como intencionalidad antes del primer trazo, y en el boceto va tomando forma con cada decisión. Es como una exploración que se desarrolla un poco a tientas, pero, en todo caso, sin una ruta totalmente prefijada.