martes, 2 de septiembre de 2025

¿De qué hablan los caricaturistas mientras dibujan?

En otra entrada citamos a un teólogo que escribió sobre la fenomenología de la percepción en una época temprana (siglo XVIII): el abad francés Étienne Bonnot de Condillac. Ahora evocamos otro caso de un teólogo que hizo su contribución pionera a una incipiente teoría del arte. En su indagación sobre los orígenes de la estética moderna, Wladiyslaw Tatarkiewicz nos remonta a la primera mitad del siglo XV para señalar al autor que hace de puente entre lo gótico y el renacimiento: Nicolas de Cusa.


Según Tatarkiewicz, a Nicolás de Cusa le llamó la atención el hecho de que el mundo en que vive el hombre es una creación de la naturaleza y del arte, y no hay nada en él que sea exclusivamente naturaleza, ni nada que sea exclusivamente arte. Las cosas que producimos con arte, o sea los artificios, no se corresponden con nada en la naturaleza puesto que no son una imitación directa de lo que se encuentra en el medio natural. La artificialidad de las cosas es un hecho sorprendente: las cajas o cucharas deben su materia a la naturaleza, pero la forma la tienen gracias al arte; su forma es, pues, obra del hombre.


A otro filósofo, Sócrates, según se narra en el Crátilo de Platón, también le causó curiosidad la artificialidad; en este caso la artificialidad del lenguaje, puesto que las palabras no son imitación de las cosas de la naturaleza. No existe el lenguaje natural, el lenguaje metafísico (algo con una existencia real, fuera de la mente de los que hablan), y por esa razón cada lengua tiene una palabra diferente para el mismo objeto.


Pero esa misma artificialidad del lenguaje comporta también una cierta arbitrariedad, porque las palabras para designar una cosa podemos cambiarlas incluso sin salir del mismo idioma. Por eso existen la sinonimia, las metáforas, la polisemia, la metonimia y, en general, hablando solo del chiste, los juegos de palabras y todo aquello que comporta el “doble sentido".


Los comunicadores visuales saben muy bien de esto. Para lograr un cierto nivel de exactitud en la comunicación, la imagen requiere de un texto que lo precise o lo ratifique. La imagen sola puede significar muchas cosas dependiendo del observador. Y en la comunicación cotidiana sucede algo similar. Cuando alguien le pide a otro que sea claro con un mensaje, le pregunta “a qué se refiere”, o pide un ejemplo concreto.


Esa condición de ser un sistema abierto, de dar lugar a la ambigüedad, de requerir un ancla contextual para precisar el significado, es al mismo tiempo el enorme valor creativo del lenguaje: hace posible otras interpretaciones, da lugar a realidades alternativas, permite pensar en cosas “posibles” por oposición a las cosas presentes tangibles. El discurrir con palabras nos abre la mente a lo posible, nos libera de un universo determinista y nos permite acceder a un universo probabilístico. 


Siendo el lenguaje una herramienta tan poderosa para imaginar lo probable, lo que puede llegar a ser, y siendo que la palabra también es un artificio para generar imágenes ¿cómo no es viable pensar que el lenguaje sea parte del acto de dibujar esa cosa probable, de llegar a un boceto para intentar describir lo que todavía no existe, lo que tan solo es una ficción o una fantasía? 


Lo que buscamos aquí es un nexo entre el acto de dibujar y el lenguaje. El dibujante sabe que la imagen que construye para representar una cosa, como sucede con la palabra, no es la única forma de representar esa cosa. Y esa es una característica de todas las cosas artificiales: no agotan la función a la que sirven. Todo artificio es mudable, contextual, y tiene una historia. Si el único modelo de silla fuera el de ésta en la que estoy sentado, no existirían todas esas versiones de silla que se muestran en los catálogos y en los compendios de historia del diseño de muebles.


El hecho de que ahora podamos dictarle a un programa informático la imagen que deseamos para transmitir un mensaje gráfico reactiva nuestro interés investigativo. Estos avances tecnológicos son los que nos llevan a reiterar la pregunta por el papel del lenguaje verbal en el arte del dibujo manual. ¿El cerebro, o el sistema visual, le dicta a la mano lo que debe dibujar? Si es así, ¿cómo lo hace? ¿Las instrucciones dictadas por la vía neural son algo tan impreciso y caótico como un garabato o un boceto muy vago? ¿Se puede dictar, es decir describir en palabras, algo que todavía no tengo claro qué es, o cómo debe ser? 


Es muy probable que esto tenga que ver con la memoria. Habría que ver cómo guarda nuestro sistema perceptivo la imagen del rostro observado. ¿El rostro observado y el rostro imaginado se guardan como imágenes pictóricas del mismo tipo? De ser así, ¿donde habría lugar para guardar una imagen de todas los rostros y de todas las cosas que observamos minuto a minuto y día tras día? Y eso sin contar con las imágenes soñadas. Los expertos en el tema de la percepción tienen un debate al respecto. Los pictorialistas sostienen que almacenamos esa información como imágenes pictóricas; los descripcionistas dicen que como instrucciones de un programa informático, algo más parecido a trabajar con palabras que con representaciones pictóricas. 


Si los descripcionistas tienen razón, debería haber un nexo inevitable entre lo que dibujo y lo que pienso por medio del lenguaje verbal mientras dibujo; la “elocución interna” sería entonces apropiada para describir la creación pictórica y no sólo la literaria. También es posible que el gesto imitativo del que ya hablamos a propósito de la Hipótesis de la Empatía de Gombrich constituya ese eslabón entre expresión verbal y gesto gráfico: totalmente inmerso en lo instintivo y en lo corporal, sería nuestra respuesta cinestésica a las formas en las que enfocamos nuestra atención. Esto es debido a que el cuerpo, como totalidad expresiva, responde con movimiento al movimiento, y toda forma es interpretada como manifestación de un movimiento.   


Si bien el dibujante no puede “hacer cosas solo con palabras, por lo menos puede poner de acuerdo la visión y el tacto y hacer que la mano trabaje con el ojo, como dice Richard Sennett, “para mirar hacia adelante físicamente, para anticipar y, así, mantener la concentración, si bien el lenguaje no es una herramienta adecuada para dar cuenta de los movimientos físicos del cuerpo humano. Pues, cuando la cabeza y la mano se separan, la que sufre es la cabeza”.


Esta pregunta es la tarea pendiente desde el inicio de nuestra investigación: ¿De qué hablan los caricaturistas mientras dibujan? ¿Hay un monólogo en el que las palabras no pronunciadas anticipan sus trazos sobre el papel? O, por el contrario, las palabras estorban un proceso que es de naturaleza puramente visual, y eso explicaría el mutismo del artista que solo habla de su trabajo, si es que lo hace, después de concluirlo.


Para un sociólogo como Richard Sennett, cabe aquí una distinción entre el artista y e artesano: el artesano “mantiene discusiones mentales con los materiales mucho más que con otras personas; pero no cabe duda de que las personas que trabajan juntas hablan entre sí sobre lo que hacen. Una buena razón para celebrar los encuentros entre caricaturistas y sus manifestaciones colectivas, en una época en la que predomina el sonambulismo tecnológico.


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