martes, 23 de septiembre de 2025

El dibujo como propuesta novedosa

El futuro todavía no está escrito, ¿pero puede ser dibujado?  

La previsión construye un futuro a imagen del pasado mientras que la prospectiva apuesta por un futuro decididamente diferente del pasado. La prospectiva no contempla el futuro en la única prolongación del pasado, porque el futuro está abierto ante la vista de múltiples actores que actúan hoy en función de sus proyectos futuros. En esta entrada del blog trazamos un esbozo de lo que esto implica para un creador de imágenes, como las que surgen de la práctica del retrato caricaturesco.


Desde que el dibujo fue adoptado en la cultura clásica del Renacimiento como uno de los rasgos esenciales del diseño, la práctica de ambas disciplinas hace causa común en el  concepto del designio: el disegno como propósito o proyección manifiesta que apunta a una realidad todavía en gestación. En El dibujo como invención, Lino Cabezas hace notar que el dibujo se consolida desde su invención como un poderoso instrumento para «concebir una realidad diferente sin que para ello sea necesario verla realizada».


También para Ludwig Wittgenstein, en su celebre Tractatus, la creación de una imagen es una hipótesis de mundo. Esta condición de ser hipótesis o conjetura sobre el mundo esta estrechamente ligada al lenguaje, que es en sí mismo una manera de crear imágenes. El lenguaje nos permite emitir juicios sobre la realidad, pero también realizar propuestas significativas capaces de representaciones de estados de cosas en un espacio lógico. Con las palabras no solo emitimos conocimientos previos, sino que, principalmente, anticipamos nuestra manera de actuar en el mundo.


De manera que el juego exploratorio de los rasgos fisonómicos de una persona puede ser visto como un modelo de mundo, como una hipótesis prospectiva con implicaciones estéticas. El acto de dibujo que lleva a la realización del retrato caricaturesco, visto así, tiene las implicaciones de un futuro deseado: algo no necesario, ni exento de azar, puesto que parte de la voluntad y la intención del artista, y va tomando forma a partir de un boceto. Una exploración que se desarrolla un poco a tientas, pero, en todo caso, sin una ruta totalmente prefijada. 


En el fondo de toda discusión sobre lo que se implica cognitivamente en la predicción de acontecimientos futuros encontramos siempre esa disputa entre necesidad y azar o, para hablar en términos actuales, entre determinismo y probabilismo. Un universo regido por leyes determinísticas conduciría a una existencia cerrada y linealmente predecible (e ineludible), mientras que un universo no determinístico permitiría múltiples bifurcaciones, tal como lo expone el científico Ilya Prigogine.


Ilya Prigogine, premio Nobel de Química en 1977 y autor del concepto del concepto del Efecto Mariposa, nos habla de un universo donde cada instante es portador de novedad, es decir, de un tiempo y de fenómenos irreversibles. Este universo no es determinista sino «probabilista», cuando no «posibilista», y esta concepción es más cercana, en definitiva, a nuestra condición humana. Los casos en que las descripciones deterministas son absolutamente pertinentes no serían pues sino casos particulares. Lo cual nos llevaría a admitir que las mismas causas no producen siempre los mismos efectos.


La consideración sobre si la condición humana ha de ser concebida como cerrada o como abierta nos lleva a Hannah Arendt, para quien el futuro, por definición, es lo incierto, y para quien la acción es la revelación del hombre como agente de sus propias decisiones. «El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable».


Con el despliegue de su discurso e iniciativa en el escenario de la vida en común, cada hombre revela su identidad por medio de la acción. Es esta la que lo sitúa por encima de las limitaciones repetitivas de la labor (la supervivencia, la reproducción biológica) y del desgaste utilitario de lo que produce de manera redundante con sus propios recursos. La acción es privativa del hombre, y sólo ésta depende por entero de la constante presencia de los demás.


Esto es de enorme importancia para la reflexión del diseñador de imágenes porque el tema central de Hannah Arendt en su idea de la condición humana es lo que hacemos mas allá de la supervivencia individual y que afecta la vida en colectivo. La acción y el discurso en cuanto manifestaciones del zoon politikon llevan a lo inesperado, y en cada nacimiento se pone a prueba esta capacidad humana de comenzar algo nuevo. 


Es justamente en su voluntad de renovación estética y comunicativa que el artista visual adquiere esa condición agentiva, desde la gestación misma del mensaje audiovisual, en el acto de crear formas imprevistas. Quizás a escala reducida, en el espacio provisional de su proyecto de diseño, el creador de imágenes gráficas asume esa capacidad de revelar un aspecto desconocido de lo que todos los demás creíamos irrevocablemente conocido. 


Ya lo hemos expresado con referencia al retrato caricaturesco. En palabras de David Perkins, «la caricatura atrae al espectador a afirmar una propuesta novedosa». Principalmente por medio del mecanismo plástico de la exageración la distorsión llevada a sus límites estéticos, ayuda a ese espectador a percibir las características distintivas de algún rasgo que normalmente solía escaparse a su percepción.


Ese descubrimiento la revelación de algo de lo cual el espectador no se había percatado antes tiene un valor epistemológico. Ahora ya sabe algo nuevo del sujeto caricaturizado, algo que le había permanecido oculto. Y lo novedoso no se refiere aquí a un aspecto anecdótico o circunstancial del sujeto, sino a su temperamento o a su manera de ser y de comportarse; algo fundamental de su vida en lo cual se repite y que habitualmente no es fácil de percibir.


Ante el fallecimiento de una persona suele decirse que con ella «desaparece un mundo». Es bastante probable que, después de percatarnos de lo que implica perceptivamente reconocer al otro por sus rasgos identitarios o por la singularidad de su comportamiento, aquello no sea solo una metáfora, o una presunción metafísica, sino algo esencialmente cognitivo.


Nuestro sistema perceptivo invariablemente se siente atraído, y le da prioridad, a lo que le resulta esencialmente novedoso. 

martes, 2 de septiembre de 2025

¿De qué hablan los caricaturistas mientras dibujan?

En otra entrada citamos a un teólogo que escribió sobre la fenomenología de la percepción en una época temprana (siglo XVIII): el abad francés Étienne Bonnot de Condillac. Ahora evocamos otro caso de un teólogo que hizo su contribución pionera a una incipiente teoría del arte. En su indagación sobre los orígenes de la estética moderna, Wladiyslaw Tatarkiewicz nos remonta a la primera mitad del siglo XV para señalar al autor que hace de puente entre lo gótico y el renacimiento: Nicolas de Cusa.


Según Tatarkiewicz, a Nicolás de Cusa le llamó la atención el hecho de que el mundo en que vive el hombre es una creación de la naturaleza y del arte, y no hay nada en él que sea exclusivamente naturaleza, ni nada que sea exclusivamente arte. Las cosas que producimos con arte, o sea los artificios, no se corresponden con nada en la naturaleza puesto que no son una imitación directa de lo que se encuentra en el medio natural. La artificialidad de las cosas es un hecho sorprendente: las cajas o cucharas deben su materia a la naturaleza, pero la forma la tienen gracias al arte; su forma es, pues, obra del hombre.


A otro filósofo, Sócrates, según se narra en el Crátilo de Platón, también le causó curiosidad la artificialidad; en este caso la artificialidad del lenguaje, puesto que las palabras no son imitación de las cosas de la naturaleza. No existe el lenguaje natural, el lenguaje metafísico (algo con una existencia real, fuera de la mente de los que hablan), y por esa razón cada lengua tiene una palabra diferente para el mismo objeto.


Pero esa misma artificialidad del lenguaje comporta también una cierta arbitrariedad, porque las palabras para designar una cosa podemos cambiarlas incluso sin salir del mismo idioma. Por eso existen la sinonimia, las metáforas, la polisemia, la metonimia y, en general, hablando solo del chiste, los juegos de palabras y todo aquello que comporta el “doble sentido".


Los comunicadores visuales saben muy bien de esto. Para lograr un cierto nivel de exactitud en la comunicación, la imagen requiere de un texto que lo precise o lo ratifique. La imagen sola puede significar muchas cosas dependiendo del observador. Y en la comunicación cotidiana sucede algo similar. Cuando alguien le pide a otro que sea claro con un mensaje, le pregunta “a qué se refiere”, o pide un ejemplo concreto.


Esa condición de ser un sistema abierto, de dar lugar a la ambigüedad, de requerir un ancla contextual para precisar el significado, es al mismo tiempo el enorme valor creativo del lenguaje: hace posible otras interpretaciones, da lugar a realidades alternativas, permite pensar en cosas “posibles” por oposición a las cosas presentes tangibles. El discurrir con palabras nos abre la mente a lo posible, nos libera de un universo determinista y nos permite acceder a un universo probabilístico. 


Siendo el lenguaje una herramienta tan poderosa para imaginar lo probable, lo que puede llegar a ser, y siendo que la palabra también es un artificio para generar imágenes ¿cómo no es viable pensar que el lenguaje sea parte del acto de dibujar esa cosa probable, de llegar a un boceto para intentar describir lo que todavía no existe, lo que tan solo es una ficción o una fantasía? 


Lo que buscamos aquí es un nexo entre el acto de dibujar y el lenguaje. El dibujante sabe que la imagen que construye para representar una cosa, como sucede con la palabra, no es la única forma de representar esa cosa. Y esa es una característica de todas las cosas artificiales: no agotan la función a la que sirven. Todo artificio es mudable, contextual, y tiene una historia. Si el único modelo de silla fuera el de ésta en la que estoy sentado, no existirían todas esas versiones de silla que se muestran en los catálogos y en los compendios de historia del diseño de muebles.


El hecho de que ahora podamos dictarle a un programa informático la imagen que deseamos para transmitir un mensaje gráfico reactiva nuestro interés investigativo. Estos avances tecnológicos son los que nos llevan a reiterar la pregunta por el papel del lenguaje verbal en el arte del dibujo manual. ¿El cerebro, o el sistema visual, le dicta a la mano lo que debe dibujar? Si es así, ¿cómo lo hace? ¿Las instrucciones dictadas por la vía neural son algo tan impreciso y caótico como un garabato o un boceto muy vago? ¿Se puede dictar, es decir describir en palabras, algo que todavía no tengo claro qué es, o cómo debe ser? 


Es muy probable que esto tenga que ver con la memoria. Habría que ver cómo guarda nuestro sistema perceptivo la imagen del rostro observado. ¿El rostro observado y el rostro imaginado se guardan como imágenes pictóricas del mismo tipo? De ser así, ¿donde habría lugar para guardar una imagen de todas los rostros y de todas las cosas que observamos minuto a minuto y día tras día? Y eso sin contar con las imágenes soñadas. Los expertos en el tema de la percepción tienen un debate al respecto. Los pictorialistas sostienen que almacenamos esa información como imágenes pictóricas; los descripcionistas dicen que como instrucciones de un programa informático, algo más parecido a trabajar con palabras que con representaciones pictóricas. 


Si los descripcionistas tienen razón, debería haber un nexo inevitable entre lo que dibujo y lo que pienso por medio del lenguaje verbal mientras dibujo; la “elocución interna” sería entonces apropiada para describir la creación pictórica y no sólo la literaria. También es posible que el gesto imitativo del que ya hablamos a propósito de la Hipótesis de la Empatía de Gombrich constituya ese eslabón entre expresión verbal y gesto gráfico: totalmente inmerso en lo instintivo y en lo corporal, sería nuestra respuesta cinestésica a las formas en las que enfocamos nuestra atención. Esto es debido a que el cuerpo, como totalidad expresiva, responde con movimiento al movimiento, y toda forma es interpretada como manifestación de un movimiento.   


Si bien el dibujante no puede “hacer cosas solo con palabras, por lo menos puede poner de acuerdo la visión y el tacto y hacer que la mano trabaje con el ojo, como dice Richard Sennett, “para mirar hacia adelante físicamente, para anticipar y, así, mantener la concentración, si bien el lenguaje no es una herramienta adecuada para dar cuenta de los movimientos físicos del cuerpo humano. Pues, cuando la cabeza y la mano se separan, la que sufre es la cabeza”.


Esta pregunta es la tarea pendiente desde el inicio de nuestra investigación: ¿De qué hablan los caricaturistas mientras dibujan? ¿Hay un monólogo en el que las palabras no pronunciadas anticipan sus trazos sobre el papel? O, por el contrario, las palabras estorban un proceso que es de naturaleza puramente visual, y eso explicaría el mutismo del artista que solo habla de su trabajo, si es que lo hace, después de concluirlo.


Para un sociólogo como Richard Sennett, cabe aquí una distinción entre el artista y e artesano: el artesano “mantiene discusiones mentales con los materiales mucho más que con otras personas; pero no cabe duda de que las personas que trabajan juntas hablan entre sí sobre lo que hacen. Una buena razón para celebrar los encuentros entre caricaturistas y sus manifestaciones colectivas, en una época en la que predomina el sonambulismo tecnológico.