El parecido fisonómico según Ernst Gombrich, autor de Arte e ilusión: la imitación empática como detonante perceptivo de la caricatura.
Antes de un examen riguroso, una fotografía puede parecernos mejor testimonio de la realidad que un dibujo. Sin embargo, a menos que estemos advertidos, y si no disponemos de información adicional, hay casos en los que esto no es así. La foto instantánea de una persona estornudando podría darnos la idea de que esa persona ha sido sacudida por un golpe, y sacamos la conclusión de que la foto es el registro de esa convulsión. De igual manera, la foto de alguien parpadeando podría ser interpretada como gesto de somnolencia. Le damos prioridad al gesto expresivo porque es más significativo que el “simple” movimiento automático de un acto reflejo de la cara. Es una cuestión vital: la acción física es mejor explicación que cualquier especulación sobre la ambigüedad de las imágenes fijas.
Por la misma razón, la foto de una carcajada, situación en la que los músculos de la cara sufren una distorsión apreciable, podría interpretarse como llanto, o como indicio de un dolor insoportable. Nos preguntamos si la persona se ríe o está llorando. De hecho, de nuestros teléfonos no solo borramos las fotos desenfocadas o mal encuadradas, sino también aquellas en las que no se reconoce a alguien porque fue captado en medio de un gesto “raro”. Si le hacemos caso al autor de Arte e ilusión, tendríamos que buscar ese parecido convincente en una foto en la que el rostro inmóvil de nuestro amigo aparezca como "el punto nodal de varios movimientos expresivos posibles".
Esto es lo que Ernst Gombrich llama el “adormecimiento de la imagen detenida”. Y esta ambigüedad, esta falta de precisión, no es sólo asunto de la fotografía, o de las imágenes fijas en general; la misma percepción habitual de los rostros es problemática si consideramos lo cambiante que es la configuración facial debido a la gestualidad, y a largo plazo debido al envejecimiento. Nos damos cuenta de este fenómeno cuando tenemos que describir la cara de una persona conocida: somos buenos reconociendo un rostro entre varios, pero no describiendo los detalles individuales. Es la continuidad del trato con una persona lo que nos faculta para el reconocimiento de sus facciones; y no la memoria visual, que es poco fiable para esos detalles.
Lo que hace más complicada la percepción de la identidad fisonómica, es lo que Gombrich denomina el “efecto de enmascaramiento”: el reconocimiento puede quedar inhibido con relativa facilidad por lo que puede equipararse a una máscara. El maquillaje, la vestimenta, los elementos accesorios para cubrir, decorar, o proteger la cabeza, se convierten en un disfraz que sirve para eclipsar lo que nos disgusta de nuestra apariencia, o para crearnos una segunda identidad. Hace parte de esa máscara el estereotipo que asumimos por nuestro rol social, el papel que nos asigna la sociedad y que adoptamos por conveniencia.
El dibujante de retratos por lo general está atento a los efectos de estas ambigüedades en su producción artística. Sabe de las confusiones propias de la percepción visual, los fallos perceptivos, las ilusiones ópticas y las figuras reversibles, y conoce de primera mano lo susceptible que es el dibujo de un rostro a cualquier alteración de este orden. Sabe que la ubicación de los rasgos dentro del marco general de la cara, así como las distancias relativas entre ellos es notoriamente decisoria en la expresión final resultante. Y si algo le preocupa de su trabajo es que se trata de la representación de sujetos humanos para ser vistos y evaluados por otros sujetos humanos. Y es precisamente el hecho de que habitualmente nuestro trato con los demás esté enfocado en el rostro lo que hace que estos detalles adquieran tanta importancia.
La pregunta que formula Ernst Gombrich en su investigación sobre la caricatura es entonces la misma que se hace el artista del retrato a manera de reflexión: ¿hay algún elemento o rasgo constante en la fisonomía del individuo?, ¿cómo logramos captar el parecido a pesar de esta mutabilidad en la configuración de las facciones personales? Y, puesto que los expertos en percepción visual hablan de la “constancia de la forma”, ¿no podríamos hablar también de una “constancia fisonómica”, puesto que la experiencia del día a día nos proporciona la evidencia de su existencia? Porque los seres humanos nacemos con la facultad para identificar a otros individuos por su cara, excepto por casos de trastorno cognitivo como la prosopagnosia.
Quienes practican el arte de la imitación expresiva, como es el caso del caricaturista, sacan provecho de esta facultad innata. Pero en muchos casos transformar esta destreza imitativa en una representación plástica requiere de algo más que talento artístico. Para Gombrich, el hecho de poder imitar una expresión fisonómica depende de nuestra reacción muscular a la percepción muscular de las formas: la comprensión del movimiento facial de las demás personas nos viene en parte de la experiencia de nuestra propia gestualidad. No solo la percepción de la música nos hace bailar interiormente, sino también la percepción de las formas. Esto que podríamos llamar la hipótesis de la empatía lo que quiere decir en el fondo es que nuestra reacción frente a nuestros semejantes está estrechamente vinculada con nuestra propia imagen corporal.
El gesto empático, según Gombrich, describe mejor que los conceptos geométricos una configuración fisonómica, porque la imitación muscular es el modo expresivo de nuestra interioridad, y no hay un lenguaje preciso para describir adecuadamente nuestro mundo interno. Además, el papel de nuestra reacción física ante las formas puede explicar el aspecto más notable de la caricatura, que es su tendencia a la distorsión y la exageración. Así que cuando los esquemas y las fórmulas aprendidas fallan, cuando un análisis superficial solo conduce al retrato convencional “fotográfico”, la experiencia muscular de las caras de otros es el modo original, singular, de abordar el retrato caricaturesco.
Lo anticipó Henri Bergson en su libro sobre la risa cuando afirmó que “una forma es la expresión de un movimiento”. Y lo respaldó mucho más recientemente el médico neurólogo Antonio Damasio cuando repentinamente se descubrió a sí mismo imitando la forma de moverse de un colega ausente. Dicho con sus propias palabras:
Las imágenes visuales que había formado eran incitadas ╾o mejor aún, modeladas╾ por la imagen de mis propios músculos y huesos adoptando las pautas de movimiento características de mi colega B. En suma, acababa de andar precisamente como lo hacía el doctor B; me había representado mi esqueleto en movimiento en mi propia mente (dicho técnicamente, había generado una imagen somatosensorial) y, por último, había recordado un equivalente visual apropiado de esa imagen musculoesquelética particular, que resultó ser la de mi colega B.