Una de las dificultades a vencer en el dibujo de caricatura es la resistencia figurativa a la distorsión. Probablemente fuimos formados desde chicos en la idea de que el dibujo correcto es aquel en el que la imagen pintada imita al modelo a la vista siguiendo una concordancia visual de formas y colores. Los años de escolaridad ayudarán a asumir esa exigencia del parecido realista como prueba máxima de habilidad artística.
Ese requisito de verosimilitud es difícil de vencer. Al crecer, cuando ya hemos adquirido una cierta destreza para la imitación realista, vemos los imprecisos garabatos de la niñez como etapa superada. Hasta que, ya de adultos, nos damos cuenta de que la pretensión realista es algo ilusoria, y de que el dibujo realmente creativo es mucho más que “copiar lo que se ve”. Y entonces, como una gran ironía de la vida, añoramos la frescura y la espontaneidad de aquellos “mamarrachos” de la niñez, entre otras cosas porque reflejaban mejor nuestra idiosincrasia que los dibujos convencionales de la adultez.
El enfoque fenomenológico del dibujo de observación que proponemos en esta segunda entrada dedicada al tema, tiene como eje conductor la demanda de suspender el juicio crítico, y dejar por un momento, entre paréntesis, los supuestos y las verdades ya sabidas que se han vuelto hábito en nuestra práctica del dibujo. La resistencia a la distorsión es uno de estos juicios previos. Resistencia a la distorsión, u horror a la deformación, es lo que nos impulsa a corregir el dibujo en desarrollo, a veces de manera compulsiva, y todo para apagar esa vocecita testaruda que nos repite que “lo estás haciendo mal".
El enfoque fenomenológico propone una estrategia para salir de este bloqueo mental: las variaciones eidéticas. Nos invita a volver a la práctica de dibujo para observar atentamente cada paso con miras a encontrar variantes claves. De lo que se trata es de encontrar modificaciones que sutilmente nos vuelvan a encaminar en el placer de desdibujar, y para que el dibujo ya terminado (el “arte final”) no traicione la espontaneidad y la vitalidad de ese primer garabato que nos devuelve a la inocencia estética de la niñez.
Esa flexibilidad la tiene de suyo el dibujo de observación, puesto que no se trata propiamente de una técnica con una serie de pasos específicos, sino una estrategia abierta a la experimentación que permite variaciones en lo que respecta al espacio (la distancia con respecto al modelo), el tiempo (la frecuencia de las miradas) y la velocidad del trazo.
Los filósofos Shaun Gallagher y Dan Zahavi aclaran que, cuando el método fenomenológico sugiere observarnos cuidadosamente en la experiencia del encuentro cara a cara con el otro, esta observación no se refiere a un registro cuidadoso como el que haría un investigador científico, con mediciones precisas y un modelo matemático de por medio. Esto no está descartado en una investigación sobre la práctica del dibujo, pero no es a lo que apunta la fenomenología.
La fenomenología trata de comprender en qué medida nuestra experiencia del entorno observado, nuestra experiencia del yo y nuestra experiencia de los demás están formadas e influidas por la corporalidad. Cuando dibujo, soy ante todo un cuerpo que dibuja. Lo sugiere Maurice Merleau-Ponty, aunque con otras palabras, cuando expone el concepto del esquema corporal: en la práctica del dibujo de retrato, somos cuerpos que dibujan a otros cuerpos.
Y ese cuerpo que dibuja está sujeto a condiciones específicas que podrían ser consideradas como limitantes, pero limitantes gracias a las cuales el resultado de cada práctica conduce a una obra gráfica singular. Al final de cada sesión, éste será mi dibujo, y aquel será tu dibujo, y estos nuestros dibujos particulares muy probablemente serán diferentes de los dibujos realizados en la sesión anterior, incluso si hemos trabajado con el mismo modelo.
Lo que posibilita esa singularidad de la experiencia de dibujo es el carácter selectivo de la percepción visual, puesto que no todo lo que cubre el campo visual es foco de atención, y porque nunca vemos un objeto completo de una vez. Y para hacer mucho más rica y variada la experiencia del dibujo de observación, están los detalles de la proximidad física a lo dibujado, y la frecuencia de las miradas del dibujante.
También está la estrategia de dibujar a alguien tratando de pasar inadvertido mientras el modelo se encuentra absorto en alguna actividad. Esta es una estrategia sugerida por Rose Montgomery-Wicher, y que el artista Fabio Botero prefirió a mediados del siglo XX para retratar a una buena cantidad de sus paisanos en Calarcá, en el departamento del Quindío. Dibujar al otro sin ser visto evita la tensión del encuentro cara a cara con el desconocido, y revela la personalidad del sujeto de manera natural.
Así que en un extremo de la variable de la proximidad está la lejanía, que en ese caso se convierte en anonimato, o invisibilidad; y en el otro extremo está la cercanía, la que se da en una sesión típica de caricatura en vivo, o en el apunte casual en el encuentro cara a cara con el vecino (en esa cercanía, a propósito, se da el gesto imitativo de la hipótesis de la empatía de Gombrich). Pero si además de la variable espacial juego con la frecuencia de las miradas (la variable temporal), pasa algo que afecta apreciablemente el grado de distorsión del retrato que va en desarrollo.
¿Qué tanto miro al modelo, y qué tanto me concentro en la operación misma de trazar sobre el papel? ¿Cómo el acercarme o alejarme del modelo afecta esta interacción? Si miro pocas veces el sujeto, tendría que hacer uso de la memoria de trabajo, lo que implica apelar a la memoria de corto plazo, según dicen los neurólogos. Al desviar la vista del sujeto y concentrarme en el papel, ya no tengo el foco de atención puesto en él (ella), de manera que los trazos sobre el papel dependen de ese recuerdo inmediato; sin embargo, ese recuerdo es fugaz, y tendría que volver a mirar una y otra vez, hasta darme por satisfecho con lo dibujado en un momento determinado.
Si evito mirar repetidamente al sujeto y decido depender más de mi memoria (y puesto que no soy un savant, ni tengo un implante retinal computarizado que grabe imágenes instantáneas, ni poseo la capacidad de la memoria eidética), corro el riesgo de ser impreciso y en algún momento tendría que empezar a improvisar o a inventar. Se podría decir que pierdo en precisión, pero gano en invención, porque me aparto del modelo y comienzo de algún modo a obtener su retrato distorsionado; vale decir, una versión deformada del retrato del individuo. Y cuanto más me quito de encima la obsesión por la forma correcta, me puedo dedicar con mayor desenvoltura al boceto. El requisito de verosimilitud y las fórmulas aprendidas tendrán que esperar.
La experiencia de dibujo con estas variaciones proxémicas produce resultados interesantes. Si me ubico justo delante del sujeto y levanto la tabla con el papel para que la mirada quede a su misma altura, con una pequeña diferencia de espacio que me permita mirar el modelo y dibujar al mismo tiempo, sucede algo inesperado: casi no tengo necesidad de dibujar de memoria. Pero si sostengo el enfoque de la mirada en el sujeto y no dejo de dibujar, ya sin el control del ojo lo que traza mi mano es una representación deformada, casi como una figura anamórfica. Me sorprende ver que ese leve desfase es justamente el origen de una deformación válida para mis propósitos; hay una cierta plasticidad en ese dibujo de la cara, como si esta fuera de goma y se dejara estirar sin perder su configuración fisonómica, los rasgos conservan su mismo lugar entre ellos pero la forma gestual es llevada a su límite.
Lo que he logrado con este distanciamiento es vencer ese “miedo a la distorsión” mencionado al principio. Quiero, aunque con cierta resistencia de la mente racional, que el boceto me de una versión exagerada y singular del dibujo en la que todavía se pueda reconocer al personaje. No quiero reducir el dibujo a un registro punto por punto de la información que llega a la retina, sino que el boceto, en tanto que estrategia de invención, me sirva como aproximación paulatina a algo que todavía no existe y que es el retrato distorsionado del sujeto.
Además, me doy cuenta de que, si hago garabatos, el trazo es más fluido y obediente a la ocurrencia inmediata; la velocidad aquí no es para ganar tiempo, sino para aterrizar esos chispazos repentinos que deben ser “capturados al vuelo”. De vez en cuando hay una ocurrencia que me parece valiosa, pero esto no es como rebobinar la cinta para dar otro vistazo, y sé que si no agarro esa idea repentina la perderé irremisiblemente. Entonces, puesto que no es un fenómeno reversible, sé que si lo dejo escapar no lo tendré de nuevo.
El logro obtenido me complace y repito la operación con algunas variantes de la distancia y la frecuencia de las miradas al modelo. El efecto es que difícilmente se repite el mismo dibujo en una sesión diferente. Lo que inicié como una observación minuciosa y una aplicación del principio de la “epojé” fenomenológica (la suspensión del juicio crítico, el paréntesis del saber previo) se ha convertido en un experimento imprevisto. En el límite de este tanteo proxémico que consiste en alejarse del modelo y reducir la frecuencia de las miradas de verificación, compruebo que el parecido fisonómico se reduce, aunque logro mantener una cierta equivalencia figurativa entre lo que obtengo y los rasgos fisonómicos del personaje.
Por todos estos motivos, al investigador de la práctica de dibujo no le sirve de mucho grabar una sesión como esta en un dispositivo tecnológico: gran parte de las acciones del dibujante son invisibles al ojo del observador externo; y aunque se le pidiera racionalizar el proceso, el lenguaje verbal sería poco fiable para dar cuenta de una exploración que en gran parte se sumerge en una fantasía inconsciente.
Cuando el modelo ya no está presente, incluso tratándose de una persona conocida, el logro del parecido es casi que imposible y la memoria de largo plazo no ayuda; sé que tendría que apelar al archivo fotográfico para afinar el proceso, pero entonces ya no estaría describiendo el fenómeno del dibujo de observación sino otro tipo de estrategia.
Esto es lo que puedo lograr gracias a la puesta en práctica de la estrategia de las variaciones eidéticas basadas en la proxemia. Pero además de la variable proxémica existen otras estrategias de distorsión-exageración que enriquecen la experiencia de dibujo conducida a la caricatura: las basadas en la exploración profunda (las asociaciones libres), las que exploran las cualidades ópticas del entorno (figuras anamórficas), las técnicas que Anton Ehrenzweig denomina de la exploración sincrética, y las que se circunscriben a la práctica del grafista por sus cualidades morfológicas.
La otra variable, la que explota la velocidad del trazo, es la que da de si el boceto cuando en estado naciente es todavía un garabato. El garabato, el apunte casual, el gesto gráfico espontáneo, el aprovechamiento del encuentro accidental, todo aquello que vive potencialmente en ese espacio marginal de la vida cotidiana al que Ernst Gombrich llamó “los placeres del aburrimiento”.